domingo, 1 de abril de 2012

PSICOLOGÍA .¿Y qué pasa si solo quiere jugar sola?./ EL ÚLTIMO REY DE LA SELVA./ ¿En qué nos diferenciamos unos de otros?

TÍTULO: PSICOLOGÍA .¿Y qué pasa si solo quiere jugar sola?.

Que su hijo prefiere quedarse en su habitación solo antes que jugar con sus amigos? ¿Que habla poco y únicamente si se le pregunta? No se preocupe. Puede que sea introvertido. Y nuevos estudios apuntan a que ese tipo de carácter tiene sus ventajas. Que se lo pregunten a Bill Gates.



No soy socialmente torpe
, no odio a la gente, no soy engreída y soy perfectamente capaz de mantener una conversación. Pero no siempre quiero. Es que soy introvertida».


La frase es de la escritora estadounidense Sophia Dembling, autora del blog The introvert’s corner (La esquina del introvertido), una de las últimas voces en unirse a la reivindicación de las personas poco dadas a expresar sus sentimientos y reacias al contacto social, frente a la sobrevalorada extroversión imperante en la sociedad actual. Y que la introversión no es mala tiene ejemplos palmarios. Bill Gates, el fundador y presidente de Microsoft, el segundo hombre más rico del planeta, fue un niño y un adolescente que huía de la gente; prefería devorar libros en el sótano de su casa, algo que indujo a sus padres a arrastrarlo a la consulta de un psicólogo cuando Gates tenía solo 12 años. Pero el niño no sufría ningún problema. Sencillamente prefería estar ‘a su bola’ y tenía una enorme capacidad de concentración, lo que sin duda sería una ventaja a la hora de pasarse horas escribiendo código.


«Los introvertidos son a los extrovertidos lo que las mujeres eran a los hombres en los años 50: ciudadanos de segunda clase, aunque con mucho talento». La afirmación es de Susan Cain, autora de Quiet: The power of introverts in a world that can’t stop talking (Silencio: El poder de los introvertidos en un mundo que no puede parar de hablar). Cain, titulada por las prestigiosas universidades de Princeton y Harvard e introvertida confesa, defendió durante siete años como abogada a empresas del tamaño de General Electric, JP Morgan o Goldman Sachs hasta que se convirtió en consultora de liderazgo. Actualmente da claves a ejecutivos de Wall Street sobre cómo negociar, y sus teorías y análisis sobre los beneficios de la introversión han merecido la atención de prestigiosas publicaciones como la revista Time. Para escribir su libro, Cain rastreó estudios científicos que respaldaran su convicción de que ser introvertido tiene sus ventajas y de que, bien encaminadas, estas características pueden llevar al éxito personal y profesional a quienes, en la infancia, se les suele pronosticar un futuro no demasiado halagüeño.


«Descubrí que los introvertidos somos excelentes negociadores porque pensamos antes de hablar, nos expresamos con tranquilidad y escuchamos lo que dicen los demás», afirma Cain. Ser buen oyente, además, es «la clave de un buen liderazgo», subraya, porque los introvertidos escuchan más a sus trabajadores y, por eso, suelen ser más respetados.


Y sigue enumerando ventajas. Los introvertidos son, según ella, buenos conversadores porque hablan poco, pero dicen mucho; son esforzados, porque, acostumbrados a trabajar en solitario, pueden lograr ellos mismos lo que los demás hacen en grupo; tienen una vida interior más intensa y satisfactoria, porque, como buenos amantes de la soledad, disfrutan de una mayor conexión con uno mismo y reflexionan mejor; y son discretos y moderados, con lo que prefieren los buenos modales en una discusión antes que perder los papeles.


Pueden hasta ser más felices. Cain cita un estudio del psicólogo Matthias Mehl, de la universidad de Arizona, quien grabó 79 conversaciones durante cuatro días para concluir que las charlas serias y significativas generan más felicidad que las triviales y carentes de contenido. Las conversaciones profundas acaban entrando en temas íntimos, lo que implica confianza, un elemento de peso a la hora de generar felicidad. Partiendo de este estudio, Cain argumenta que, si bien los introvertidos conversan menos, cuando lo hacen son más profundos y, por lo tanto, la experiencia resulta más satisfactoria.
Steve Wozniak, cofundador de Apple, le reveló a Cain que «los inventores que he conocido son como yo, tímidos que viven en sus cabezas. Son como artistas. Y los artistas piensan mejor solos; no en comités ni en grupo».


Llegados aquí es importante entender que no es lo mismo ser introvertido que tímido. Los introvertidos eligen tener pocos amigos y los tímidos, por miedo, no llegan a tenerlos. Lo que uno no quiere, el otro no puede. Los introvertidos tienen buenas relaciones, aunque muy pocas; buena competencia social y, como son introspectivos, pueden poseer una personalidad fuerte y bien estructurada. El niño tímido, por su parte, pierde muchas oportunidades para aprender porque el miedo le impide relacionarse y se aísla. Lo que personas como Cain reivindican es combatir ese estigma social de que ser introvertido sea algo malo, pero no restar importancia a la timidez patológica.


Cain explica que el ideal de extroversión de nuestra sociedad empezó en 1920 con las grandes empresas, que fomentaron el culto a la personalidad en lugar del culto al carácter. Antes lo importante era ser disciplinado y honrado tanto en privado como en público. Pero el culto a la personalidad, que valora más cómo nos perciben los otros, hizo que se ensalzara sobre todo a los habladores y carismáticos. Con todo, ella cree que esto va a cambiar. Observó que en las oficinas diseñadas ‘en abierto’, sin paredes y con poca privacidad la creatividad es menor. De igual forma, el concepto de brainstorming, o ‘tormenta de ideas’, es cada vez menos popular porque no propicia nuevos conceptos. En grupo, la gente tiende a callar lo que piensa y se alinea con la primera idea que se expone, que no necesariamente es la mejor.


Pero, de momento, en una sociedad que incentiva el histrionismo social, que enaltece el tener millones de amigos (aunque sean virtuales), que engrandece a los poseedores de opiniones para todo y en la que se prefiere el riesgo a la prudencia y la certeza a la duda, los introvertidos son como un pez fuera del agua. Se sienten perseguidos, como Sophia Dembling: «Los padres se preocupan cuando sus hijos prefieren jugar solos; a los adolescentes se los incita a salir de sus burbujas... ¡Pero nosotros solo queremos estar a nuestro aire!».
TÍTULO: FAUNA-EL ÚLTIMO REY DE LA SELVA.

El león-foto-, a punto de extinguirse



El hambre dolía
. En la plenitud de su vida, para un león adulto de 250 kilos, con una capacidad predadora inigualable, cualquier presa sería fácil de batir. Pero llevaba seis días buscando y no había encontrado un solo rastro que mereciera la pena.


Los pequeños roedores y lagartos que cazaba para engañar al hambre apenas le aportaban nada que no fuera más desesperación. Y la desesperación fue lo que lo llevó al único lugar donde sabía que encontraría carne
en abundancia.


Acercarse al territorio que olía a humano no le gustaba. De joven, la curiosidad lo había llevado a tener encuentros con ellos, y las lanzas de los hombres apenas habían supuesto un mínimo riesgo. Ahora, adulto y experimentado, sentía una amenaza latente ante el olor de los seres humanos, una amenaza que le daba miedo. Pero su hambre era más fuerte que el miedo.



Decidido, ignoró el olor de los seres humanos y siguió su rastro. Poco después, el aroma de una presa muerta llegó desde un valle cercano de densos matorrales. Alguien había conseguido cazar. Eso significaba que podría robarle la comida. En la sabana, ningún predador podía competir con su fuerza y ferocidad.


Sin demorar un segundo, el león aceleró el paso y entró en el valle siguiendo la pista. Poco después encontró lo que buscaba. Frente a él, rodeado de un charco de sangre, encontró el cadáver de un burro. Solo los buitres lo rondaban desde el aire. No había ningún predador con el que luchar, ninguna competencia, ningún contratiempo. La comida estaba servida. El hambre le hizo bajar la guardia por primera vez en su vida. Sería la última.


Cuando se lanzó con determinación sobre el cadáver y empezó a devorarlo, una detonación llegó desde unos arbustos cercanos. Fue lo último que oyó. Nunca llegó a enterarse de que sus enemigos habían cambiado las lanzas por armas de fuego.


El rey de la selva se extingue. Los leones desaparecen a un ritmo acelerado. En 1800 se calculaba que eran un millón doscientos mil en todo el mundo. Hoy, los científicos creen que no quedan más de veinte mil en estado salvaje. ¿Qué está acabando con el predador más emblemático de la fauna salvaje?


En un mundo donde los seres humanos estamos a punto de llegar a ser siete mil millones, los grandes predadores empiezan a ser un anacronismo. Nadie quiere correr riesgos, y cada vez necesitamos más tierra para nuestros cultivos y nuestro ganado. Ante el dilema, siempre pensamos que un parque puede solucionar el problema. Pero una familia de leones necesita hasta 160 kilómetros cuadrados de territorio para conseguir alimentarse. Y necesita, además, poder mezclarse con otros grupos para que la consanguinidad no degrade paulatinamente las siguientes generaciones. En resumen, necesitan mucho espacio.
Paralelamente, los nativos de los territorios que históricamente han tenido leones también han multiplicado exponencialmente su población. Esta gente rural se dedica a la agricultura y la ganadería, dos actividades que dejan a los leones sin territorio y sin presas.


Los campos agrícolas del África subsahariana se han duplicado en los últimos 50 años. La cabaña ganadera ha superado esa cifra. Como alternativa, los leones cazan el ganado, y los nativos persiguen y matan a los leones. Para empeorar las cosas en el bando de los leones, muchos nativos actuales han dejado las rudimentarias lanzas y se han armado de rifles o de veneno. Hoy es práctica habitual en todo el África subsahariana envenenar los restos de las presas de los leones. Cuando un león caza devora hasta 40 kilos de carne de su presa, bebe y se retira a dormir, actividad que ocupa la mayor parte del día del rey de la selva. Cuando despierta, el león vuelve normalmente a su presa para terminar de devorarla. Y es entonces cuando ingiere el veneno puesto por los locales. Acercarse a las poblaciones humanas supone así un riesgo añadido para los grandes felinos.


Los perros de los nativos transmiten, a su vez, enfermedades mortales para los leones. Y las enfermedades no entienden de protecciones ni de leyes. En 1994, más de mil ejemplares murieron en el Parque Nacional Serengueti, en Tanzania, a causa del moquillo que les habían contagiado los perros masai. El cambio climático
hace que algunas enfermedades que frenaba la temporada de las lluvias, como es el caso de la babesia transmitida por las garrapatas, se sumen a las transmitidas por las mascotas de los indígenas potenciando el efecto nocivo de ambas.


En un suma y sigue lamentable, la medicina tradicional china, que ya ha acabado prácticamente con los tigres como fuente de suministros, está empezando a comercializar los huesos de león como curación alternativa. Teniendo en cuenta la expansión de las obras y los trabajadores chinos en el continente africano, el dato puede suponer el remate final para los grandes felinos.


Y ya para empeorar aun más las cosas, las agencias de viajes de algunos países añaden al incentivo turístico la oportunidad de matar al rey de la selva. Por un pequeño incremento en la tarifa de sus paquetes de viaje, los turistas pueden disparar a un león macho y llevarse el poderoso trofeo a sus casas. En los folletos turísticos de algunas agencias de Angola, Namibia y Botsuana ofrecen, como suplemento a paisajes, hoteles, etnias y playas, «tener el placer de matar un león». Como resultado de todos los factores anteriores la población de leones africanos ha disminuido un 90 por ciento en los últimos 20 años.


Desde el inicio de este siglo, los científicos vienen avisando del ocaso de estos grandes felinos sin encontrar respuesta por parte de la sociedad.


O son animales que nos quedan lejos o recordamos de forma inconsciente que un día, en el origen de nuestra especie, fuimos parte de su dieta cotidiana. En el mundo de la realidad virtual, de las emociones enlatadas a través de una pantalla de plasma, a nadie parece interesarle la desaparición del icono de lo salvaje. Pero tal vez con los últimos leones libres desaparezca también una parte esencial del espíritu que nos hizo humanos.
TÍTULO:


¿En qué nos diferenciamos unos de otros?


En la nube desde la que contemplo a veces lo que ocurre en el planeta, me entretuve hace unos días comparando los colectivos favorables a un trabajo fijo for ever –es decir, para siempre– con los que preferían no coartar su libertad en aras de su seguridad.


Pocos minutos después, me dio por explorar las razones por las que unos colectivos preferían, de todas todas, optar por una vida en la que estaba escrito todo lo que les iba a suceder durante los próximos setenta años frente a muchos otros que preferían que no hubiera nada escrito en la pizarra de su vida, salvo las ganas tremendas de vivirla.


Después, me di cuenta de que, según la clase de cultura, la humanidad se dividía en dos colectivos bien diferenciados. Unos –obviamente, minoritarios– preferían que el rey o el Estado estuvieran sometidos, igual que lo estaban ellos, a los dictados de la ley común y obligatoria para todos; lo único que los excitaba o sacaba de quicio era que el rey o el Estado los avasallara irrumpiendo en su terreno. La gran mayoría, en cambio, consideraba que lo importante era la inexistencia de las diferencias sociales. Lo único que les hacía saltar de su asiento era la diferencia de clases.


No tardé mucho en darme cuenta de que otra diferencia esencial que separaba a los homínidos era la diferencia entre los que practicaban la empatía –es decir, entre los que sabían ponerse en el lugar de los que por alguna razón sufrían un contratiempo– y los que no. Algunos eran totalmente indiferentes al sufrimiento de los demás: los llamaban \''psicópatas\''. Era fácil ver que los humanos se diferenciaban en empáticos y psicópatas.


Había otra línea divisoria entre los que estaban dispuestos a responder con la violencia si se los molestaba mucho y aquellos que solían sentirse inclinados a parlamentar, a no recurrir a las manos más que en última instancia.


En aquel conglomerado que podía observarse desde la nube existían, por supuesto, otras diferencias que para la mayoría eran tan importantes como las otras mencionadas, pero que difícilmente podían considerarse como tales, vistas desde la nube en la que estaba yo posicionado: me refiero a ser del Real Madrid o del Barcelona; a querer llevar siempre tacones para realzar su figura o darle igual ir en alpargatas; no poder vivir lejos del mar o, por el contrario, necesitar para sobrevivir respirar el aroma de los bosques.


Las preferencias de aquella multitud abigarrada, en el sentido de que los había tristes, optimistas, pensativos o alegres, se caracterizaban por una condición: en contra de lo que uno habría podido pensar mirándolos desde la nube, resulta que no querían cambiar de bando ni aunque los mataran... y a veces se mataban entre ellos por ello. ¿Ser del Barcelona? ¿Qué dices? ¡Antes muerto!


Lo curioso del caso es que ese empecinamiento era característico también
de las diferencias consideradas esenciales; pensándolo bien, no debiera haberme extrañado, puesto que si uno no quería cambiar de equipo ni aunque lo mataran, mucho menos iba a querer cambiar de partido.


Poco a poco debí acostumbrarme a asimilar los argumentos de los que defendían la seguridad de un trabajo fijo frente a los defensores de la libertad de cambiar de oficio y predicamento; no tuve más remedio que compartir la opinión de aquellos que no querían cambiar de partido ni de ideas. Poco a poco tuve que acostumbrarme a soliviantarme cuando se desvelaban las diferencias de clase sin moverme una pulgada cuando se atentaba contra mis libertades individuales o se justificaba otra guerra civil o el holocausto.

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