domingo, 1 de abril de 2012

BLOC DEL CARTERO CON El Sarandonga de Amanda/ Pilatos, el demócrata.

TÍTULO: BLOC DEL CARTERO CON El Sarandonga de Amanda.

Amanda Hesser es una gurú de la cocina estadounidense. Inmediatamente, usted me dirá: «¡Ah!, ¡si es estadounidense no es cocina!». Y yo le responderé: tengo la sensación de que está muy equivocado/a. Los norteamericanos han exportado una cocina rápida que suele gustar mucho a los más jóvenes y, por lo tanto, a los menos exigentes, pero gozan en su territorio de multitud de cocinas foráneas que han arraigado con naturalidad y que brindan infinitas posibilidades: china, hindú, italiana, pakistaní, francesa, hispana, japonesa y tal y tal. Todo eso para quien le guste la hindú, la china, la pakistaní, la árabe y todas las cocinas posibles en el mundo, que no somos todos. Es cierto que una cosa es Nueva York y otra el resto, pero vale decir que en la costa oeste, por ejemplo, se come mejor que en la oriental, y que, al ser un país joven y de aluvión, no ha dado tiempo a cuajar tradiciones culinarias concretas más allá de las comerciales. Una hamburguesa de comida rápida y de franquicia puede ser más o menos buena, pero en cualquier población norteamericana puede comer hamburguesas de calidad insospechada y de densidad inolvidable.

La tal Amanda es la responsable desde hace un porrón de años de la página de cocina del New York Times, que es un periódico que tiene sólo cincuenta años menos que el propio país y que condiciona la opinión de millones de personas dentro y fuera de los Estados Unidos. Basándose en las recetas que llevan más de cien años publicando, Hesser ha recopilado en un libro voluminoso y espectacular (New York Times cook book) lo que considera más representativo de todas las épocas, haciendo particular hincapié en los platos más reproducibles. Así hay alguno de la cocina española, desde la tortilla de patatas hasta el marmitako, reproducido con desigual acierto; pero lo más llamativo es el descubrimiento que Amanda realizó, no sé dónde, no sé cómo, no sé a través de quién, del célebre rebujito, bebida esencialmente sureña que lleva algunos años arrasando en determinados escenarios festivos y veraniegos. Amanda Hesser, la misma Amanda Hesser, dice en el libro que el rebujito es, nada más y nada menos, «la mejor bebida de verano del mundo». Con un par. Digamos para los desorientados que el rebujito es una mezcla -en jarra, con hielos- de manzanilla o fino del marco de Jerez-Sanlúcar con bebida tipo Seven-Up o Sprite o gaseosa. Un tinto de verano, gaseosa más vino, pero de color blanco (incluso hay quien le añade una rama de hierbabuena).

Un grupo de imaginativos emprendedores ha querido hacerle caso a Amanda y ha creado el primer rebujito industrial, con vinos del marco más soda azucarada. Lo ha llamado Sarandonga, que es palabra que vino de Cuba, pasó por la Barcelona rumbera de Antonio González y volvió al mundo a través del sur de la península, el lugar donde de forma más compulsiva se consume la mezcla favorita de Amanda Hesser, bien sea en ferias o en romerías. Son los mismos que tuvieron la feliz idea de crear una bebida que revolucionó las sobremesas españolas de hace unos años: el vodka caramelizado. Son los mismos que han creado con el brandi de Jerez y algo de Pedro Ximénez un Elisir (sic) de similares características que va a romper el mercado como lo rompió el anterior. El Sarandonga lo verán en playas, barras y fiestas y entenderán la fascinación de la americana más cocinera y crítica que escribir pueda en medio de comunicación alguno.

Resulta curioso que, en no pocas ocasiones, sean agentes foráneos los que nos descubran el potencial de las cosas que se nos ocurren por aquí. Y que sean ellos los que nos ayuden a establecer marcas indelebles de nuestro producto interior menos bruto: el rebujito, después de esto, se podrá añadir a la sangría, la paella y otras señas de identidad que, bien hechas (como el Sarandonga), son deliciosas e imbatibles.
Gracias, Amanda.
TÍTULO: Pilatos, el demócrata.

En la condena del justo hay siempre algo que nos estremece, porque todos tenemos muy arraigada, casi podríamos decir que inscrita en los genes (aunque muchos traten de oscurecerla), una noción natural de la justicia; y si la conculcación de la justicia es siempre aborrecible, cuando sirve para condenar al inocente resulta aberrante. A quienes estudian leyes se les debería proponer el análisis del proceso a Jesús, en el que la injusticia adquiere una densidad rabiosa, pululante de irregularidades que lo convierten en una monstruosidad jurídica: el Sanedrín se reunió en el tiempo pascual, cosa que le estaba vedada; los testimonios contra Jesús fueron falsos y contradictorios; no hubo testigos de descargo, ni se permitió que el reo dispusiera de defensor; la sentencia del Sanedrín no fue precedida de la preceptiva votación; se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal establecida entre la audición y la sentencia; el sentenciado fue después enviado a la autoridad romana, que el Sanedrín no reconocía como legítima y que, además (como el propio Pilatos observa), no tenía jurisdicción sobre delitos religiosos; el delito de conspiración contra el César, que los miembros del Sanedrín promovieron después, no estaba penado con la crucifixión, a menos que hubiese mediado sedición armada, cosa que manifiestamente no hizo Jesús; y, en fin, dejando aparte otras irregularidades, el procurador romano lo mandó a la muerte sin pronunciar la sentencia oficial, cosa que un juez no puede hacer, pues es tanto como abdicar de su oficio.

Son solo algunas de las irregularidades que pueblan este proceso; y cualquiera de ellas bastaría para que se considerase nulo. Pero quizá lo que más nos conturba de este proceso oprobioso no sea la actitud furibunda o fanática de los miembros del Sanedrín, sino la cobarde y frívola del procurador Poncio Pilatos, que tras reconocer públicamente la inocencia del acusado («No encuentro culpa en él») lo manda sin embargo a la muerte, entregándolo para que lo crucifiquen, por miedo a la chusma. Analizando este pasaje evangélico, Hans Kelsen, el célebre teórico del Derecho y pope del positivismo jurídico, concluye que Pilatos se comporta como un perfecto demócrata, al menos en dos ocasiones. La primera, cuando en el interrogatorio primero que hace a Jesús, este le responde: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz»; a lo que Pilatos replica con otra pregunta: «¿Qué es la verdad?». Para Kelsen, un demócrata debe guiarse por un necesario escepticismo; las indagaciones filosóficas o morales en torno a la verdad deben resultarle, pues, por completo ajenas. La segunda ocasión en la que Pilatos, a juicio de Kelsen, se comporta como un perfecto demócrata es cuando, ante la supuesta imposibilidad de determinar cuál es la verdad, se dirige a la multitud congregada ante el pretorio y le pregunta: «¿Qué he de hacer con Jesús?». A lo que la multitud responde, sedienta de sangre: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Pilatos resuelve el proceso de forma plebiscitaria; y puesto que la mayoría determina que lo que debe hacerse con Jesús es crucificarlo, Pilatos acata ese parecer.

La exposición de Kelsen puede parecernos brutal, pero nadie podrá negar que, en efecto, Pilatos es un modelo de político demócrata: escéptico hasta la médula, considera inútil tratar de determinar cuál es la verdad; y, en consecuencia, somete a votación popular el destino de Jesús. Y esta es la encrucijada en la que se debaten las democracias: renunciando a emitir un juicio ético objetivo (renunciando, en definitiva, a establecer la verdad de las cosas), el criterio de la mayoría se erige en norma; y, de este modo, la norma ya nunca más obedecerá a la justicia, sino a las preferencias caprichosas o interesadas de dicha mayoría. Es una solución relativista que está gangrenando las democracias; y que, de no corregirse, acabará destruyéndolas desde dentro, que por lo demás es como han sucumbido siempre todas las organizaciones humanas que no han preservado un núcleo de nociones morales netas; y en las que, inevitablemente, el justo acaba siendo perseguido y condenado, como un criminal cualquiera, para regocijo de los auténticos criminales.

Pero Kelsen tenía razón: Pilatos es un perfecto demócrata; por lo que las democracias relativistas deberían alzarle monumentos en los parques públicos e instituir fiestas –con lavatorio de manos incluido– que celebren su memoria.

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