domingo, 15 de enero de 2012

Las hormonas que nos vuelven locos---NUEVAS INVESTIGACIONES.

Son los mensajeros que comunican entre sí a los cien mil millones de células de nuestro cuerpo. Influyen en el carácter, nos hacen palidecer y acalorarnos, nos enfadan o nos llenan de pasión. No pasa un mes sin que se descubran nuevos datos sobre ellas ni una semana sin que alguno de los clichés sobre las emociones termine en el cubo de la basura de la ciencia. El amor ya no es lo que era...

Hormonas del crecimiento- foto.

Ingredientes:
una punta de adrenalina, un toque de cortisol, una pizca de dopamina y un par de granos de oxitocina. Mezclar bien y calentar a fuego lento. Y ya tenemos lista una pócima del amor que ni la mejor hechicera podría superar. Efectos garantizados: corazón desbocado, debilidad de rodillas, mariposas en el estómago...


Como si de un brebaje se tratase, así operan las hormonas, las sustancias que `gobiernan´ nuestras reacciones en lo más profundo del ser humano, incluido el núcleo celular, allí donde actúa el material genético. Influyen tanto en la memoria como en el carácter, hacen que nos pongamos pálidos, que nos acaloremos, nos cohibamos, nos enfademos o nos dejemos embargar por la pasión. Una de estas poderosas sustancias es la oxitocina; otra, la testosterona; otra, el estrógeno... La ciencia lleva décadas trabajando para descifrar su funcionamiento. Las hormonas, de cuyo total conocemos 150, son los mensajeros que permiten que los cien mil millones de células de un ser humano adulto se comuniquen entre sí. Si el sistema nervioso es la red telefónica de la que el cerebro se vale para mover el dedo gordo del pie, las hormonas son algo así como una radio interna. Su servicio de noticias llega al último rincón del cuerpo, y es el sistema circulatorio quien lleva sus mensajes a todas partes.


No pasa un mes sin que se descubran nuevos datos sobre las pasmosas capacidades de estos mensajeros químicos, aunque el principio fundamental sigue siendo el mismo: la sinfonía de hormonas, dirigida principalmente por el hipotálamo y la hipófisis –situados ambos en el interior del cerebro–, garantiza en cada segundo de nuestras vidas el adecuado desarrollo de las funciones corporales básicas, del metabolismo y de la propia percepción. La receta exacta es individual, al igual que el rostro, la voz o las huellas dactilares: un poco más o un poco menos de esta sustancia o de aquella; todo depende de los genes, la edad, la situación y la época del año.


La luz diurna, por ejemplo, regula la liberación de la hormona del sueño, la melatonina, que rige el ritmo día-noche. La excitación durante una competición deportiva hace que borbotee la hormona del estrés. Por su parte, el cortisol y la adrenalina logran que las experiencias más impactantes se afiancen en nuestra memoria. Que casi todo el mundo sea capaz de decir dónde estaba el 11 de septiembre de 2001 se debe a que la onda de miedo registrada por nuestro sismógrafo interno alcanzó aquel día valores máximos. «Quédate con esto», es el mensaje del cortisol y la adrenalina, los mensajeros presentes en todos los momentos clave de nuestra vida, «el mundo ha cambiado, adáptate, eso podría salvarte la vida», nos dicen. Da igual que se trate de explosiones vistas en la televisión o del primer encuentro real con un oso salvaje: las hormonas son la tinta con la que el entorno escribe en nuestro cuerpo y nuestra mente. También se encuentra su rastro en el código genético, que pasa a ser interpretado de forma diferente tras unas experiencias determinantes. La joven ciencia de la epigenética se encarga de este interesantísimo aspecto. Psicólogos, psiquiatras y neurocientíficos han ido emigrando hacia este campo de la investigación. Ahora, casi no pasa una semana sin que alguno de los clichés más repetidos sobre las emociones acabe en el cubo de la basura de la historia de la ciencia.


La testosterona, se creía, era la sustancia responsable de crear machos violentos, de sacar lo peor del ser humano. En el ámbito animal puede que sea así: si se castra a roedores machos, desaparecen los impulsos de competición y lucha. «En nuestro caso es bastante más complicado», afirma Christoph Eisenegger, neurocientífico de la universidad de Cambridge. En una de sus investigaciones, algunas de sus voluntarias (debido a los menores niveles naturales de testosterona, en las mujeres se puede medir con mayor precisión la influencia de la hormona administrada de forma artificial) recibieron una píldora de testosterona; las otras, solo un placebo. Las mujeres con testosterona demostraron un mayor sentido de la equidad en las pruebas basadas en negociaciones con dinero. «Parece ser que lo que hace en realidad la testosterona es empujar a las personas a intentar mejorar su propio estatus social», dice Eisenegger. En el Reino Animal, este efecto se traduce generalmente en luchas, mientras que en el ser humano adopta medios más sutiles: el individuo que sabe potenciar su imagen de líder justo y ecuánime recibe más apoyos que un tirano.


La otra hormona que más se está investigando es la oxitocina. «En estos momentos no hay nada más apasionante que esta molécula», afirma Markus Heinrichs, psicólogo de la universidad de Freiburg.


Hasta ahora se sabía que cuanto más aumenta el nivel de oxitocina durante el embarazo, mayor es la intensidad con la que la nueva mamá se dedica a su hijo. A su vez, una alta atención materna fortalece la tolerancia del bebé al estrés, lo que influirá en las relaciones sociales a lo largo de su vida. Ahora, Heinrichs ha encontrado un efecto nuevo de esta hormona: en sus experimentos, la oxitocina convirtió a avaros impenitentes en generosos de corazón tierno. Y un colega holandés ha descubierto otra faceta: la oxitocina refuerza la pertenencia al grupo, pero provoca a la vez el distanciamiento y la desconfianza hacia los extraños.


Los rápidos avances en el conocimiento del sistema hormonal están ayudando también a comprender mejor las distintas fases de la vida. El sistema nervioso, basado principalmente en impulsos eléctricos, solo empieza a desarrollarse cuando su contraparte química así lo dispone. Esta relación se mantendrá durante toda la vida: en el futuro, por ejemplo, a los chicos con valores altos de testosterona en el momento del parto les gustarán los deportes de pelota más que a los demás.


Por su parte, las hormonas esteroides dan paso a la pubertad, una época muy dura, marcada por todo tipo de dramas y excesos. Pero tiene su sentido: el aprendizaje de los patrones emocionales más complejos, entre ellos, la capacidad de sentir empatía hacia los demás. El sistema cerebral de valoración de riesgos también se ve alterado por las hormonas durante esos años. Monica Luciana, profesora de Psicología en la universidad de Minnesota, sospecha que la causa de la temeridad adolescente es una hiperactividad de la dopamina. Esta hormona es un neurotransmisor responsable de producir las sensaciones de gratificación y satisfacción. Además, se encarga de la euforia que sentimos cuando hacemos algo potencialmente peligroso. Si la dopamina ha funcionado a pleno rendimiento, nos sentimos impulsados a repetir una y otra vez esa experiencia tan satisfactoria.


Las hormonas marcan toda nuestra vida. Su mal funcionamiento desencadena los trastornos de ansiedad, depresión y el síndrome del `quemado´... Este conjunto de enfermedades asociadas a la sociedad moderna, y que suponen un tremendo lastre, tiene su origen en un desequilibrio en nuestros transmisores químicos. Por lo tanto, no es solo por curiosidad por lo que los científicos se están volcando tanto en las hormonas.


Se trata de desarrollar nuevas terapias gracias a una comprensión más profunda del mundo de los transmisores. Una tarea titánica porque estamos hablando de un sistema que se ha hecho enormemente complejo tras una historia evolutiva de millones de años. No es extraño que las sustancias desarrolladas para contrarrestar los desarreglos hormonales actúen también en lugares no deseados: prácticamente todas ellas tienen efectos secundarios. La felicidad, de momento, es algo que no se puede comprar.

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