miércoles, 4 de enero de 2012

LA CHICA DEL AJEDREZ.

En el tablero de marfil, donde se enfrentaban los dos colores opuestos, él ocupaba su posición. Las reglas habían establecido de antiguo su lugar: frente a la torre, en primera línea de infantería.
Nunca había hablado con la torre. Aquella fortaleza inescrutable se pasaba la partida pendiente del rey y del momento culminante en que debía protegerlo de los ataques del ejército enemigo. Entonces cambiaba su puesto por el de su majestad, practicando una sutil maniobra digna del mejor estratega, llamada enroque. (De ahí el viejo nombre de Roque que figuraba en sus blasones).
De todos es sabido que la caballería y la infantería nunca se han llevado bien. Esta era la razón por la que tampoco cambiaba muchas palabras con el caballo, al que miraba de reojo.
Los caballeros de la orden del alfil, los más cercanos a la dama y a su soberano, siempre ostentaban ese gesto grave de Ministro de la Iglesia, así que tampoco tenía mucho que ver con ellos.
Y era evidente que con la realeza no se trataba o, mejor dicho, eran ellos los que no se relacionaban con un peón bajito y cabezón, sin ninguna importancia táctica.
¡Si por lo menos fuera el peón de rey, decisivo a veces en el jaque mate!. Jamás había abierto la partida, y en contadas ocasiones había pasado a presentar batalla. Nunca había llegado hasta el final del combate, y tampoco había sido condecorado como su compañero, el peón de dama.
Como siempre, era de los primeros en aterrizar en la caja de las piezas vencidas; no podía seguir el ritmo de los acontecimientos, ni pensar en las miles de secuencias de configuraciones de las huestes sobre el terreno de juego (quiero decir, de fuego, porque en aquel tablero no sólo se dirimía la oposición a la posición de cada pieza en lucha, sino las diferentes pasiones que los delgados hilos de azar tejían en torno a los participantes de la pelea).
Sin ir más lejos, recuerdo una vez en que al alfil negro le destinaron al centro del tablero junto a la dama blanca. No habría pasado nada si la partida hubiese continuado su curso, pero ésta se interrumpió durante toda una semana. Cuando la contienda se reanudó, la dama blanca estaba completamente enamorada del alfil negro, presa de tal frenesí, que el rey blanco tuvo que intervenir y sacrificar a un pobre peón para hacer que la reina regresara a su lado, en la casilla contigua.
Como pasaba siempre, la fiel infantería tenía todas las de perder.
Él soñaba con encabezar una revuelta similar a la que habían protagonizado sus camaradas de marinería, que una tarde se amotinaron en medio del tablero azul intenso del juego de barcos. Pero ¿qué podía hacer un pobre peón escaso y achaparrado?.
Una vez su suerte cambió.
Fue a media partida. La mayoría de sus compañeros habían sido vencidos y retirados del campo de batalla, pero inexplicablemente él continuaba allí. Su dama se había relegado, y el alfil que la protegía acababa de caer presa del enemigo.
El peón de torre ya no tenía torre.; desamparado en su línea solitaria, ya casi no tenía nada: un caballo moribundo a punto de ser rematado y otro peón más atrás, vencido.
Entonces recordó una de las reglas aprendidas durante su férreo entrenamiento: no retroceder nunca, pasara lo que pasase ir siempre hacia delante, con valentía y decisión.
Escaque a escaque, sin mirar atrás, se dirigió hacia las filas enemigas. Varios peones contrarios intentaron sin éxito cerrarle el paso. Él siguió caminando hasta que coronó la octava casilla. Una vez allí, le montaron en un caballo. Tuvo que decidir en cuestión de segundos si acudía en auxilio de su reina o plantaba cara al rey enemigo. Optó por esto último, ya que la reina todavía podía resistir un par de embates más.
Saltando ahora veloz por encima de la superficie bicolor, llegó presto junto a un rey desafiante de ojos iracundos.
Se abalanzó sobre él y le arrebató su casilla. Acababa de darle jaque mate.
Nunca olvidaría los vítores de alegría de su ejercito, ni el reconocimiento a su coraje por parte del enemigo; ni los cálidos labios de la reina sobre su frente, ni cómo ondeaban en su honor los estandartes prendidos en las crines de los caballos y en lo alto de las torres.
Pero al atardecer aquel campo de batalla donde cada cuadro era más blanco y más negro que antes, había quedado desierto, y él regresó a la caja con las demás piezas.
A la mañana siguiente, volvería a ocupar su sitio frente a la torre, y quizá en un primer momento quedaría fuera de combate. Pero ahora sabía algo que antes ignoraba: una vez concluido el juego, y con independencia del papel que les hubiera tocado jugar, el peón y el rey, como todas las piezas del tablero, como todos los seres de este mundo, acabarían volviendo juntos a la caja. ,etc.

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