domingo, 15 de enero de 2012

DOCTRINA SOCIAL CON CARTA DE LA SEMANA./ LOS JÓVENES REPORTEROS NUNCA MUEREN CON EL BLOC DEL CARTERO.

TÍTULO: DOCTRINA SOCIAL CON CARTA DE LA SEMANA.

Muchos católicos creen que sobre las realidades sociales, políticas y, muy especialmente, económicas no pueden hacerse juicios de naturaleza teológica o moral, por pertenecer dichos ámbitos a una esfera enteramente secular. Por eso, cuando hablan de economía, aceptan categorías radicalmente anticristianas, sin examinar los presupuestos antropológicos o, más precisamente, teológicos, que convierten la economía moderna en un nuevo Moloch al que alegremente se sacrifican millones de vidas humanas. Pero renunciar al análisis de estas realidades desde presupuestos teológicos y morales es tanto como dimitir de la fe.

A finales del siglo XVIII, con la revolución de Adam Smith, los economistas quisieron liberar la economía de la teología; después, a lo largo del siglo XIX, los economistas quisieron desvincular la economía de la teoría política, hasta llegar a la situación presente, en que la economía se ha convertido en una ciencia cada vez más abstracta y matemática (pero de una matemática que siempre yerra, por cierto). El Papa Pío XI, en su encíclica Quadragesimo Anno,  nos recordaba que, aunque el fin de la Iglesia es sobrenatural, no puede renunciar a interponer su autoridad, «no ciertamente en materias técnicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados, sino en todas aquellas que se refieren a la moral», incluyendo la promoción de un orden social justo. Muchos han sido los Papas, de León XIII hasta nuestros días, que han condenado el socialismo, por concebir la sociedad y la naturaleza humana de un modo incompatible con la visión cristiana. También han condenado las formas de capitalismo que han hecho del lucro el motor esencial del progreso, olvidando que la economía está al servicio del hombre. Sin condenarlo en términos absolutos, Pío XI afirmaba que «el sistema capitalista no es intrínsecamente malo, pero está profundamente viciado»; y en su encíclica Divini Redemptoris afirmaba que «el liberalismo ha abierto la senda del comunismo», pues los trabajadores estaban preparados para su propaganda «por el abandono religioso y moral en que habían sido dejados por la economía liberal». Habría que preguntarse, pues, si el capitalismo es un mero modelo de organización económica, o si por el contrario incluye –como el propio socialismo– una concepción mecanicista del hombre y de las relaciones sociales. 

Es corriente aducir que las propuestas de la doctrina social de la Iglesia no sirven para dilucidar los arduos problemas suscitados por las nuevas realidades económicas en un mundo globalizado que sufre los zarpazos de una crisis financiera arrasadora. Pero una lectura atenta de las grandes encíclicas sociales basta para desmontar estos tópicos. Así anticipaba Pío XI, en un fragmento profético de Quadragesimo Anno, la emergencia de un nuevo poder tiránico, fundado en la concentración del dinero, que llega a convertir a los Estados en marionetas a su servicio: «La libre concurrencia se ha destruido a sí misma; la dictadura económica se ha adueñado del mercado libre; por consiguiente, al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho horrendamente dura, cruel, atroz. A esto se añaden los daños gravísimos que han surgido de la deplorable mezcla y confusión entre las atribuciones y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales daños, uno de los más graves, se halla la caída del prestigio del Estado, que debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas y se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas».

En esta misma encíclica, por cierto, Pío XI escribía: «Se equivocan de medio a medio quienes no vacilan en divulgar el principio según el cual el valor del trabajo y su remuneración debe fijarse en lo que se tase el valor del fruto por él producido» (Quadragesimo Anno, 68). Para que el trabajo pueda ser valorado justamente y remunerado equitativamente, es preciso, afirmaba Pío XI, que el salario «alcance a cubrir el sustento del obrero y el de su familia, ajustándose a las cargas familiares, de modo que, aumentando estas, aumente también aquel». Es, desde luego, muy comprensible que los adoradores de Moloch se preocupen de que la doctrina social de la Iglesia sea desconocida, aun para los propios católicos; más inquietante resulta que nuestras jerarquías eclesiásticas no se esfuercen por combatir este desconocimiento, con la que está cayendo.

TÍTULO: JÓVENES REPORTEROS NUNCA MUEREN CON EL BLOC DEL CARTERO.

Foto de un periodista escribiendo a maquina.

Hace unos días volví a ver la película que rodó Gerardo Herrero sobre Territorio comanche; que más que novela era un trozo de memoria personal con la ficción justa para aliñar la cosa. Rodada en escenarios tan naturales como la guerra misma, la película resiste el paso del tiempo; con la particularidad de que, al mostrar un Sarajevo agitado por los últimos coletazos del asedio serbio, contiene un valor documental extraordinario. Por mucho dinero que se metiese en la producción, sería imposible reconstruir hoy el sombrío decorado de esa ciudad destruida y peligrosa. El caso es que he visto de nuevo la película, como digo, refrescando el recuerdo que de ella conservaba: cierta cómica incomodidad cuando Imanol Arias, que en la peli hace de mí, o casi, se muestra demasiado nervioso bajo el fuego –un reportero veterano, le decíamos sin éxito, siente la guerra con los ojos, no con los oídos–, y una sonrisa cómplice ante el modo con que Carmelo Gómez interpreta el papel del cámara de televisión José Luis Márquez; que a mi juicio, y también al del propio Márquez, es una de las mejores interpretaciones de su espléndida carrera de actor.

Estos días también he visto un magnífico documental de Roberto Lozano –Los ojos de la guerra, se titula– sobre los actuales reporteros. Aparte de removerme algunas nostalgias, el documental plantea una pregunta que me hacen con frecuencia: si echo de menos mis tiempos de reportero dicharachero de Barrio Sésamo, y si el periodismo bélico que se hace ahora tiene algo que ver con el de mi generación, la tribu de enviados especiales que, criados al socaire de viejos maestros como Vicente Talón, Manu Leguineche, Enrique Meneses, Tomás Alcoverro o Miguel de la Cuadra, cubrimos conflictos durante el último tercio del siglo pasado. Y mis respuestas a esas preguntas siempre se resumen en una: no lo añoro porque ya no existe, y el periodismo de guerra actual poco tiene que ver con el de ayer. Entonces te perdías dos meses en África y al regreso tu reportaje iba en primera página; mientras que ahora, si tardas minuto y medio en dar una información, ésta se queda vieja porque ya la conoce todo el mundo. El teléfono móvil, la conexión en directo y el ordenador portátil acabaron con los viejos reporteros. Los enviados especiales de la televisión son ahora bustos parlantes de terraza o ventana de hotel, aunque no sea culpa suya: es imposible salir a la calle a buscar información cuando debes entrar veinte veces al día en directo, y a tus jefes interesa más decir «tenemos a alguien allí, o cerca» que lo que ese alguien cuente; pues la misma información ya circula por la Red desde hace rato, gracias a anónimos reporteros ocasionales que cuentan lo que ellos mismos viven. Además, una guerra bien cubierta resulta muy cara de cubrir, y no están los tiempos para alegrías, ni siquiera en los medios públicos. Más, cuando entre una matanza en Damasco y una final del Barça, la peña –que ésa es otra– prefiere ver el fútbol.

Sin embargo, viendo el documental de Roberto Lozano, y gracias a las incursiones que a veces hago en blogs de reporteros independientes que andan por esos mundos buscándose la vida a su aire, compruebo con admiración que el periodismo de guerra no ha desaparecido. Se vuelve más individual, tal vez. Más humilde, peligroso y vocacional. Pero allí donde no llegan los grandes medios informativos, siguen llegando algunos hombres y mujeres, jóvenes por lo general, a quienes el ansia de aventura, la vocación, el cara o cruz de palmar o hacerte una reputación si sobrevives, empuja a coger una mochila y jugársela. Prefiero no estar en la piel de sus padres o de quienes los aman. Su vida es difícil; y sus ganancias, escasas. Ninguna aseguradora se hará responsable de su salud o su vida. Y aunque así fuera, pocos podrían permitírsela. Pero ahí van y ahí siguen, los que aguantan la prueba. El mundo es aún más peligroso que antes, la televisión e Internet volvieron peor y más resabiada a la gente que sufre y muere en lugares extremos; y moverse por donde crujen las costuras del mundo es una osadía suicida. Por eso el auténtico periodismo de guerra lo hacen hoy esos chicos y chicas solitarios y valientes, con sus blogs, sus tuiteos, sus mensajes sobre lo que ven y fotografían en lugares hostiles y remotos. Los últimos grandes reporteros siguen sin ser los últimos: tomaron su relevo estos parias del periodismo que con su tesón y coraje, afrontando la falta de medios, la vida incierta, la desgracia y la muerte propias del oficio –tales son las reglas y el precio de la aventura–, desmienten el viejo dicho de que, en toda guerra, la primera que muere es la Verdad.

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